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Capítulo 1 - Novela: Los Pesos Fuertes del Banco de Barcelona






                Esta novela se la dedico a mis mujeres, gracias por soportarme.
                A mi madre África Guillén de la Rubia,
                por hacerme tal como soy.
                A mi mujer Mª Victoria Ortells Lecha,
                por quererme siempre con todos mis defectos.
                A mis hijas Sandra y Laura, que no tienen remedio, soy su padre,
                el besucón que las quiere.

                También se lo quiero dedicar, a mis seres queridos que ya no
                están entre nosotros, pero que siempre estarán en mi mente,
                a mi padre Rafael López Moreno, y a mis suegros
                Victoria Lecha García y Amadeo Ortells Morte.

                Con cariño especialmente para mi abuelo Juan Guillén Andrés, un
                hombre de los de antes.

                Tengo que agradecer la ayuda, por las ilustraciones que
                 acompañan a los capítulos,  a mi querida hermana Pilar López
                Guillén, a la edición repasada por mi hija Laura López Ortells,
                a mi compañero de universidad Fernando Pueyo, un hombre con gran
                 cultura, que ha sido el tercer ojo que todo lo ve.








                               Los Pesos Fuertes del Banco de Barcelona, novela imaginaria, histórica, de la Barcelona de finales de siglo XIX, una ciudad que ya sobresale en Europa, pero que tras los problemáticos cambios políticos, reinado de Isabel II, Republica y de nuevo Monarquía con Alfonso XII, comienza a resurgir convirtiéndose en una gran ciudad industrial.





      PRIMERA PARTE                       Barcelona 1.881





Los Pesos Fuertes del Banco de Barcelona                      
Rafael López y Guillén 



                               Capítulo Primero

      Aunque tenía los parpados cerrados, notaba la luz del sol en la habitación.
      Los volvió a abrir, apenas unos minutos antes había despedido a Margarita, con la intención de volverse a encontrar para cenar. Había sido una buena compañera de velada y ambos la querían repetir. Ladeó la cabeza para ver el pequeño hueco que quedaba de ella en la almohada. Extendió el brazo y busco el calor que aún pudiera quedar allí. No lo encontró.
      Puso ambos brazos entre su cabeza y la almohada. La iluminación llenaba la habitación. Se levantaría tarde.
      Si su padre le viera, le vino a la memoria el último verano, estuvo en la casa del pueblo de Castellón hacía dos años.

      - Levanta holgazán, que está a punto de salir el sol. - le despertaba su padre. - se levantaba e iba a la cocina, donde su madre le preparaba el desayuno, mientras su padre abajo, acababa de arreglar al animal.
      Cada verano igual: si sus padres le pagaban los estudios, él tenía que ayudarles en sus vacaciones. A esas horas tan tempranas, se arrastraba tras el macho cogido por el rabo, tirando, su padre enfilaba el camino estrecho y empinado. Ese día cruzarían al otro lado de la montaña, recorrerían el estrecho túnel que construyeron los habitantes del pueblo, para recortar el largo camino hacia los últimos campos, en los bancales que habían ganado al monte.

      Eso finalizó el año anterior. Tras la muerte de su padre, los campos los habían vendido a otros campesinos o familiares, aunque los más cercanos, los labraría su madre con ayuda de uno de sus primos. Ni una semana estuvo en su última visita.
      Saltó de la cama y se estiró con ganas. Se acercó al gran ventanal de casi tres metros de alto por dos de ancho, observó a través del cristal, de la contraventana de madera que tenía traviesas por las que entraba la luz, y se divisaba afuera. Aunque era un buen día apenas vio algunos carros pasando y poca gente. Se giró para ver su habitación desde allí, grande, con techos muy altos, con molduras. Era un buen piso, un principal, como él se merecía. Muchos matarían por estar en su pellejo.
Fue al galán y empezó a vestirse. Qué suerte que Francisquito escucho que un inquilino se había ido de esa finca, y que su amigo Claudio, cuando se lo comentó, le pidiera a su padre Antonio López, el recién Marqués de Comillas, que se lo arrendara a él.
      Salió de la habitación ya vestido, en busca de su última prenda en el perchero, tras la puerta. Vio la pila de Vanguardias que estaba en un rincón, se acabó de poner su chaqueta y alzó el brazo para seleccionar y coger el sombrero que se pondría hoy.
      Tras ponérselo, se agachó ligeramente para coger el último diario, el de ayer, domingo 4 de septiembre de 1881. Ni por encima lo miró. Esperaba que estuviese bien, revisaría su sección. Empezó a leerlo de pie, pasó las primeras páginas publicitarias, en la tercera teatros, el Masini, ayer fue allí con Francisquito, para ver La Dama de las Camelias, ¡Vaya con Margarita Gautier, sonrió acordándose de la mujer que la interpretaba, acababa de salir de su casa hacia unos minutos.
Tras la obra, ella y una amiga les acompañaron a tomar unas copas y habían acabado hoy.

      Continuó la página, Crónica Local, dos compañías de navegación que se fusionaban,  Gio Bata y Rocco. No las conocía, sólo la del padre de Claudio que también se dedicaba al transporte de viajeros. Más noticias de Circo, y, de nuevo sonrió, pues hablaban de su amiga, la señora Quintana, protagonista de la Zarzuela. ¡Qué bien usados esos veinte reales!, Ese gran ramo le sirvió para presentarse en su camerino. Continuó pasando hojas. Paró en Revista Comercial, el algodón, sigue igual. Fue pasando hojas hasta llegar a la sección que llevaba: Correo Extranjero. Su costumbre al hablar varios idiomas, en casa, valenciano y castellano, y luego francés y alemán en el colegio, hasta llegar al inglés en la universidad, le habían proporcionado su actual puesto. Al llegar a Barcelona, no le costó nada, adecuar su valenciano al catalán. Leyó rápidamente y paró al llegar a lo que buscaba: 
Washington 1º- El presidente Garfield continúa mejorando.

      
No sabía qué poner así que opto por eso. Simple. Dos meses después del intento de asesinarle. La prensa americana sólo daba suposiciones sobre su evolución, aunque él personalmente intuía que no saldría del hospital. Este anti-esclavistas conservaba muchos enemigos en su propio país. Dejó caer al diario en la pila y abrió la enorme puerta, le encantaba su nuevo hogar, la fuerza de la madera, la mirilla en bronce.
      Bajó a saltitos el tramo de escalera hasta llegar al vestíbulo.
      Sonrió, pues el conserje, siempre atento, salió de la garita de la portería. Le habría reconocido por el ruido de sus pisadas, supuso.
      - Buenos días señorito Juan, su acompañante de anoche ha salido con una gran sonrisa. - comentó el portero. -  Le tendió La Vanguardia que recibía a diario.
      - Blas no te pases, aunque seas mayor, no te da derecho a opinar de mis acompañantes. - respondió.
      - Por supuesto señorito Juan, discúlpeme - se giró hacia su garita y salió de ella con un sobre azul celeste. - A primera hora ha venido un señor y me ha dejado este sobre para usted.
      Cogió el sobre y lo miró por el reverso: sin datos, sólo su nombre, ni dirección tenía.
      - Señorito Juan, hoy es lunes, ¿quiere que vaya a buscarle El Día?.
      - Ve Blas, esperaré aquí. - le respondió. El conserje salió con una velocidad que no se espera de una persona mayor.
      El periodista abrió el sobre intrigado, sacó una hoja y un billete de cincuenta pesos fuertes del Banco de Barcelona. Le llamó la atención. Si ya están retirados. Miró la edición del billete, del 1855. Pues sí que era antiguo. Lo introdujo de nuevo en el sobre y abrió el papel.
     


     
Estimado Señor Juan Guillén Andrés,

                        Lamento comunicarle la muerte del señor Don Diego Hidalgo de San Juan,  el pasado día 2 de julio en La Habana.
                        Me llamo Gerardo León, abogado y albacea del señor Hidalgo, el cual me dio instrucciones para efectuar en el caso de su muerte, así como abrir el testamento cuando estuviesen efectuadas las órdenes.
                        Tras trasladarme aquí, a Barcelona,  y una vez efectuadas las órdenes solicitadas,  le emplazo para el día 7 de este mes, pasado mañana, a las 5 de la tarde.
                        Le esperaré en la sala de reuniones de la
                            Compañía General de Tabacos de Filipinas,
                            sita en la Rambla de los Estudios de esta ciudad.

                        Sírvase presentar el billete adjunto, para que sea acompañado a la sala de reuniones.

                        Un saludo,
                        Gerardo León


      ¿Quién era ese Diego Hidalgo de San Juan?. No le sonaba en absoluto. Y, encima, ¿cómo sabía de esa nueva empresa si aún no estaba ni constituida?. La única vez que escuchó citar a la Cía. Gral. De Tabacos de Filipinas fue hace apenas un mes, cuando viajó a Comillas con Francisquito. Durante el viaje en tren, le contó que su padre y el de Claudio, a través del Banco Colonial, iban a constituir esa sociedad, pues habría una oportunidad de hacerse con el control del tabaco de allí.

      Dobló la carta y la introdujo en el sobre. Se la guardó en el bolsillo de su traje. ¿Dónde estaría Blas?, sí que tardaba. Le preguntaría sobre el mensajero. 
      Anduvo unos pasos hacia la puerta de entrada de los vecinos, la abrió y una vez fuera vio que llegaba a lo lejos.
      Este Blas se tendría que dar más prisa, tenía contacto con el propietario de la finca que custodiaba, el Marqués de Comillas. Bueno, con esa persona y con otras. Había llegado hasta a codearse allí en Comillas con su majestad Alfonso XII, que casualmente el fin de semana que estuvo coincidió con él.
      No se había equivocado, cuando llegó a la universidad para estudiar derecho, vio a un chico de su misma edad. Bueno habían pasado unos años, ahora todos tenían 28. Se acercó porqué le vio tembloroso, intimidado por la cantidad de gente que pasaban sin verle a su lado, ignorando el buen corte de su traje que él supo apreciar, a medida. Se presento a él para iniciar una conversación, y cogió por el brazo a un chico que pasaba junto a ellos e hizo lo mismo, presentarse y presentar a Claudio. Aquel chaval, la casualidad, era Francisquito, todo lo contrario de Claudio: alborotador, dicharachero, alegre y simpático. Congeniaron inmediatamente, iniciaron juntos el camino hacia el aula y ya no se separaron.
      Sin quererlo estaba codeándose con la flor y nata del poder económico barcelonés.
      Los años fueron pasando juntos, se fue enterando de todas las formas económicas de negocios que había en la ciudad, además de formarse rodeado de futuros empresarios.
      Aunque sin el dinero acumulado que otros tenían, él no podría constituir ninguna empresa. A pesar de ello, sin envidia, iba absorbiendo conocimientos, codeándose con los poderes eclesiásticos incluso, pues Claudio era un gran beato. A diferencia de Francisquito, que le mostraba el lado alegre de la vida, cabarets, salidas nocturnas, Claudio le presentaba a Mosen Jacinto Verdaguer, que le impresionó mucho, y sobre todo, cuando vio la corte que acompañaba al rey, que fueron alojados en diversas casas de la población, había acudido para inaugurar la capilla que el padre de Claudio, Antonio López había hecho construir en su casa de Comillas. El arquitecto, Joan Martorell, le había explicado los detalles. Sí, conocía mucha gente importante, y, para su actual trabajo de periodista, le era muy útil, pues la lectura que realizaba de los diarios extranjeros obligaba a tener un amplio conocimiento de todas las cosas, hecho que le habían reconocido en su editorial dándole libertad total.
      Al fin llego Blas a su lado y le tendió el periódico. Le dio una moneda de recompensa, un real lo cual agradeció mucho como siempre.
      - ¿Cómo era el hombre que te ha entregado este sobre?- inquirió.
      - Un caballero muy bien vestido como usted pero mayor. Por su hablar, diría que es un criollo, tenía acento cubano, pero no era, con bigote y perilla, bajo su sombrero en las sienes sobresalían pelos blancos, tendría algo más de cincuenta años - acabó.
      Juan Guillén se lo agradeció y fue en dirección a la Plaza Real donde estaba su rotativa.
      Mientras iba caminando pensaba, un sobre azul, eso tiene que tener un significado seguro. No conocía al fallecido. Había venido de Cuba, de La Habana, por lo que habría venido en esa corbeta Polimna que llegó la pasada semana.
Su amigo Francisquito mañana martes saldría en ella, por eso lo sabía. Iba en sentido inverso, a realizar unos encargos de su padre, uno de los socios más importantes del Banco Colonial, y amigo del Marques Antonio López en ese y en otros negocios. Si, esa unión que hicieron en la universidad había conllevado, incluso alianzas entre sus padres.
      Miró el cielo despejado de nubes. Le gustaba. Quedaba todavía un tiempo benévolo antes de entrar en la próxima estación. Al volver la mirada abajo, vio una chica que se acercaba por su misma acera aunque en sentido contrario. Llevo una mano a su sombrero para saludarla al cruzarse, por lo que consiguió una sonrisa que le produjo placer y satisfacción personal. Él era el presente, un hombre de pueblo que había triunfado en Barcelona, reconocido en muchos lugares, con muchas y buenas amistades, esbelto, atlético, alto y guapo, pensó, mientras se estiraba el bigote de forma petulante.
      Volvió a la realidad, aunque sin mucho dinero, no le faltaba pues estaba bien pagado, pero no tenía propiedades, ni bienes. Si alguna vez quería formar una familia, le sería difícil. Tenía que esforzarse más, y sobre todo ser visionario, ver las oportunidades antes de que llegarán, como había visto hacer y le habían contado muchas veces, los padres de sus amigos.
      Miró el diario que le había traído Blas. El Día era la competencia de su periódico. Ahora hacían un suplemento, cada lunes, sobre libros, encima sin subir el precio, y con corresponsales en varias ciudades, Paris, Bruselas, Roma. Este hombre que lleva Madrid Manuel Ossorio, además de hacer crónica de lo que ha ocurrido en la ciudad, realizan una bibliografía de diversas obras literatas, hasta científicas. Otro diario, el Imparcial, también realiza suplementos, y entre sus colaboradores hay mujeres. Al fin se han dado cuenta de que también hay grandes escritoras. Dobló el diario y se lo puso bajo el brazo, ya está llegando a su editorial. Piensa en la competencia, le han dicho que cada quince días aparece un artículo del ex-presidente de la republica Castelar, encima en el diario de un monástico, no lo entiendo, se dice mentalmente.

      Entró a la redacción saludando a los porteros. Llego a la sección de editorial y antes de entrar ya escucha las voces de los componentes, hablando entre sí con fuerza.
      Juan se sienta en su atestada mesa tras quitarse la chaqueta. Más de una veintena de diarios extranjeros que ha de destripar para encontrar lo importante. Va mirándolos uno a uno, separándolos. Algunos los apila encima al ser del mismo medio aunque de distintos días. Se pone de pie y los revisa, buscando algo.
      Se gira y va hacia la entrada, a la conserjería que está sin nadie, pulsa dos veces el timbre de encima del mostrador, de una puerta abierta, sale un chico con prisas. Tiene el rostro enrojecido, le mira y se alegra al reconocer a Juan. Tras él sale el conserje, se abotona la bata azulada, su pronunciada barriga le hace ser torpe, y sus dedos que no son hábiles, -piensa Juan-. No le cae nada bien ese hombre, el conserje le sonríe con sarna, pues lo sabe. Juan solo ve esa redonda cabeza, con la nariz y piel roja despellejándose en la cara, -exceso de sol, pensó Juan-, imbécil hasta en eso. Se dirigió directamente al botones.
      - Pepin, ve a las Ramblas y tráeme Le Figaró, el que sea más actual.
      - Señorito Juan, ¿no quiere que le traiga el café con leche?. - Al escuchar esto, busca en su chaleco su Elgin, y tras mirar la hora, afirma con la cabeza. Saca de un bolsillo dos reales y se los da al chaval. Todos los botones sabían que lo que sobrara era para ellos, estaban a su servicio siempre, botones, camareros.
      Miró al conserje sin saludarle, le caía mal ese hombre, las habladurías sobre sus tocamientos y malas palabras con los chavales debían de ser verdad, no le gustaba nada. Se giró andando al mismo tiempo, choco con una chica que llevaba unas carpetas que cayeron al suelo haciendo ruido, esparciéndose los papeles que iban dentro.
      Se agachó un segundo antes que ella, para ayudarle a recogerlos.
      - Lo siento - se disculpó mientras los recogía hacía pilas en el suelo, igual que ella.
      - No pasa nada señor Juan, andaba con prisas sin mirar. - respondió.
      Al levantarse ambos, la miró, joven, morena, muy guapa, con una falda negra con pliegues y una blusa que se ajustaba perfectamente, realzaba sus pechos.
      - No, por favor he sido yo. Sabe mi nombre, pero yo no sé el suyo - insinuó con esas palabras una pregunta, demostrando interés.
      - María Eugenia Hidalgo de Silva, para servirle, señor Juan. - contesto.
      - Encantado Mª Eugenia, es un placer tenerla con nosotros, no la había visto hasta ahora.
      - Llevo ya seis meses, pero suelo estar abajo, en el archivo.
      - Ya nos veremos, "au revoir mademoiselle" - flirteó despidiéndola en francés y girándose despacio. 
      - "Au revoir monsier, je vais vous voir à une autre moment" - le respondió también en francés.
      Juan se giró de nuevo, esta vez con rapidez.
      - ¡Hablas francés!, - se alegró, le pregunto acercándose un poco más de la cuenta - ¿te gustaría trabajar en mi sección, llevo el extranjero, y sobre todo cuando viajo, no puedo hacer mis crónicas, me serías de gran ayuda.
      - Por supuesto! - esbozó una sonrisa ladeando la cara.
      - Se lo comentaré al director - devolvió la sonrisa y le tendió la mano, ella la acogió con delicadeza, no estaba bien visto, pero le gustaba.
      Volviendo hacia su mesa pensaba, la segunda vez que escucha ese día el apellido Hidalgo.
      Sacó de nuevo su reloj Elgin, regalo de su amigo Claudio López y de Francisquito por su cumpleaños, un buen reloj americano según le dijeron.
          











  

 
 

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