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Capítulo 14 - Novela: Los Pesos Fuertes del Banco de Barcelona


Los Pesos Fuertes del Banco de Barcelona                     Rafael López y Guillén

Capítulo Catorceavo 



          Se había puesto el traje gris, el más modesto de los que había traído, puesto que no quería destacar, pero aún así, al verse en el espejo, se había gustado. Aún tenía un buen tipo pese a su edad.
         El conserje le tendió unas hojas en blanco, aunque llevaban el membrete del hotel Ritz donde se alojaba, pero no le importaba. Con ellas se fue a sentar a la zona donde había sofás, pues tenía una mesa delante. Escribiría allí.
         Dejó su bombín y bastón a su lado, en la parte del sofá sin usar. Un camarero se acercó y le pidió un café.  
         Sacó su pluma y la dejó encima de los papeles, que estaban en la mesa. Descuidadamente repasó el escenario de esa parte de la sala del bar del hotel. Desde allí veía la conserjería y al recepcionista, al botones sentado esperando su servicio, las puertas que daban a la calle e incluso detrás de ellas veía la espalda del portero.
         En otro sofá, una pareja de mediana edad estaba hablando en francés. En una mesa sentado a una silla, un señor mayor leía un diario que tenía abierto ante sí, también tomaba una café como él. En la barra del bar, otro empleado le estaba entregando al camarero su café que depositó en una bandeja.
         Se estiró hacia atrás del sofá y sacó su reloj de bolsillo. Su Elgin que aún funcionaba perfectamente, marcaba las diez menos cuarto. Era pronto todavía.
         Para entretenerse haría una lista de las cosas que pensaba llevarse en su escapada al campo. Iría por dos o tres días máximo. Luego volvería aquí con Mary, y partirían en tren hacia Paris. Allí se despedirían y él se iría a su nuevo lugar de residencia en Berlín, Alemania.     Su vida daba tantas vueltas, sonrió.
         Empezó por poner en la lista:
              la maleta más pequeña
              muda para tres días
              cepillo de dientes

     Volvió a mirar su reloj: diez menos diez. Se acercaba el momento que había planificado durante tres meses.
     Sonrió al acordarse de su encuentro en la embajada inglesa en París. Había acudido a la fiesta con motivo del aniversario del rey Eduardo VII. Era el 9 de noviembre de 1909. Hacia pues dos años y medio. Un trió interpretaba música de cámara. Decenas de camareros pasaban con sus bandejas llenas de copa de champan, sorteando a los centenares de invitados. Él se encontraba con la bellísima Lina Cavalieri, una divorciada soprano. El día anterior habían ido juntos a ver Baco, la ópera de Masanet para criticar a su rival también soprano Lucienne Bréval. Eran muy diferentes de aspecto que su compañera, pero Lucienne cantaba muy bien, aunque no se lo podía decir a Lina, pues había una guerra entre divas.
     Hablaban con Jules Cambon, el embajador en Alemania de Francia, cuando se acercó nuestro anfitrión, el embajador inglés acompañado de un hombre.
     - Señor Juan Guillén Andrés, permítame que le presente a un colega suyo de profesión, del Times: George Mansfield Smith-Cumming - Se giró hacia su acompañante. - Lina, querida, déjame que te lleve ante mi esposa, así podrás deleitar a los presentes con ese traje de Fortuny. ¿Delfhos, me dijiste que se llamaba este modelo?. Con su mano en la cintura la separaba de él y llevaba hacia el centro, donde todas las mujeres miraban su estupenda figura con ese nuevo diseño de seda.
     - Perdone, le veo sin champán - el inglés hizo una seña al camarero más cercano que estiró su brazo para que cogiésemos la bebida.
     - Juan Guillén Andrés, 56 años, español, abogado de Barcelona, trabajó como periodista del 1881 a 1888 en La Vanguardia de Barcelona. En 1888 por alguna causa, sin conocimiento por mi parte, dejó España y vino a Paris donde ha trabajado en Le Gaulois y actualmente en Le Figaró. Con importantes contactos en la aristocracia en todos los sitios donde va, sorprende su currículum - dijo.
     - Caballero, no me sorprende que usted no tenga gente conocida entre la aristocracia. Bueno sí, al embajador. Me he equivocado y a él se lo comunicaré. No es oportuno ni el sitio, ni el momento para una oferta de trabajo, pues deduzco que será eso y, por ello, lo siento, pero no estoy interesado - se giró y se acercó a Jules Cambón con el que había estado.
         - Perdóneme señor - se acercó de nuevo el despechado y le dijo en voz baja, - he viajado especialmente desde Londres a consecuencia de una carta suya que envió al periódico - Consiguió que Juan se girase mirándole intrigado. - El embajador me ha dejado su despacho personal para que podamos hablar tranquilamente. Le ruego que me acompañe, le daré todo tipo de explicaciones y excusas. Lo siento, es verdad, no sé comportarme entre la nobleza - recibió un gesto de afirmación por parte de Juan y le siguió.
         La guardia que había les dejó pasar y avanzar por los pasillos custodiados, apartándose a su paso llegaron a una habitación que abrió el inglés y le pidió con un gesto que entrara.
         Había un sofá y dos butacas a un lado, una gran estantería al otro, en medio, entre las dos grandes ventanales, una mesa enorme con un sillón en un lado, y al otro dos sillas de confidente. Le señaló a las butacas.
         Mientras Juan se sentaba, el inglés fue a la mesa y abrió una caja pequeña que había encima de ella, sacó un puro y lé pregunto con un gesto. Recibió la afirmación, por lo que cogió dos y se sentó frente a él. Le tendió el puro y una caja de fósforos.
         - Me he dejado en su currículum que habla admirablemente el inglés. Deduzco que igual que el francés, y supongo que el alemán. - medio preguntó finalmente.
         - No se equivoca y se ha dejado mis lenguas nativas, castellano y catalán - respondió. - Por su forma de vestir y peinarse, usted no es periodista. ¿Quizas militar? - esperó un segundo y vio su conformidad en su gesto afirmativo.
         - Tendré que añadir en su ficha que es muy observador, cosa que sus jefes ya me han dicho telefónicamente, pues he hablado con ellos - comentó y ahora el sorprendido fue Juan.
         - ¿El motivo de su alejamiento de España, fue por un lío de faldas? - volvió a preguntar, para agobiar a su contrario.
         Juan ni se inmutó, no hizo ningún gesto.
         - Yo, señor, soy lo que ustedes llaman un 'gentleman', cosa que no es usted - le respondió con un astuto insulto - por lo que no le responderé a eso. Hágame ya las preguntas que quiera sobre mi carta, que mi acompañante estará preguntándose dónde estoy - hizo una calada, con calma, echando el humo directamente hacia el inglés, desafiándole.
         - Tengo que decirle señor Guillén que en persona, es más arrogante que cuando supuse como era al leer su carta - a lo que no recibió contestación.
         - ¿Cómo supo que era falsa esa fotografía de la escuadrilla alemana? - preguntó directamente.
         - Usted lo ha dicho antes, soy observador. El ángulo normal de una fotografía de una escuadrilla aérea es en forma de pato, pues se hace desde la nave más avanzada lateralmente, por lo que sólo se ve la mitad y va disminuyendo y atrasándose nave a nave. En esa foto, están todos enfilados, por lo que la foto se hizo mirando hacia atrás, ¿lo comprende? - Recibió el gesto serio afirmativo.      - Abajo, en el firmamento, se veía una parte de la costa inglesa reconocible por un peculiar faro. Por eso su periódico, y el resto, decían que habían sobrevolado tierra inglesa - volvió a asentir el inglés, quien apagó el puro en el cenicero para centrarse en él. 
         - Dentro de mis funciones en Le Figaró, reviso lo que envían los corresponsales en los distintos países donde están - comenzó - a lo que me acostumbré en mi época en La Vanguardia en España, cuando leía diariamente cuantos periódicos extranjeros podía encontrar. Antes extraía lo que convenía para publicar, ahora en cambio, lo uso para ratificar lo que nuestras fuentes locales dicen. En más de una ocasión les he encontrado gazapos. Esa foto la había visto y me pasó lo mismo. Me llamó la atención la toma hacia atrás, pero en lugar de la costa, abajo, en la foto del periódico alemán, estaba el bosque de la Selva Negra con sus abetos con  nieve. Tengo en mi poder ese ejemplar, porque suelo guardarlos unos meses antes de tirarlos, por si tengo que buscar algo leído. Por eso, al encontrarlo, les envié la carta preguntándoles como habían conseguido esa foto, que no creía que fuera cierta - finalizó y apagó también lo que quedaba del gran cigarro y se echó hacia atrás en su asiento, esperando.
         - Gracias por tan amplia explicación. Una vez recibida, averiguamos que fue una fuente anónima la que envió esas fotografías, siendo una de ellas la que usted cita.
         Se puso en pie y acomodó su espalda a la mesa del embajador, mirándolo.
         - Pertenezco al servicio secreto inglés - empezó.- Juan ni se inmutó, lo debería de haber supuesto. - Su hallazgo nos advirtió de lo frágil que somos en los medios, así como que deberíamos de reforzarnos fuera de nuestras fronteras, por lo que estamos reclutando miembros.
         Juan se puso en pié.
         - Perdone, deduzco que me quiere incorporar y tengo que decirle que ya no tengo una edad para hacer locuras - dijo.
         Rió el inglés falsamente.
         - Usted tiene algo escaso, un don. No es un noble, pero se mueve entre ellos como si lo fuese. Además de admitido, es querido, cosa difícil. Por su profesión, suele viajar mucho. Sin problema alguno para moverse de un sitio a otro, pero, - advirtió - le he encontrado un punto flaco.
         Juan se le acercó desconcertado, haciendo un gesto con su frente que se llenó de arrugas. Preguntó con un gesto de cabeza, ¿El qué?
         - No tiene propiedades, no tiene más dinero del que gana y cuando sea algo mayor y sus dotes no le sirvan, se va a encontrar viejo y pobre. Nosotros podemos remediárselo. 


         Y por eso estaba allí, sentado en esa mesa del Hotel Ritz, añadió a su lista: neceser, útiles de afeitar.
         No había dejado de ver al hombre que se había sentado un par de sofás más allá de donde él estaba que estaba leyendo La Vanguardia de ese día 16 de junio de 1912, bocabajo. Las cruces de las esquelas de los entierros invertidas, se las veía, cualquiera que las buscase claro.
         Había bajado un huésped, que había entregado su llave al conserje en la recepción y que ahora estaba hablando y fumando, con el portero afuera.
         La pareja francesa se reía de algo que ella había dicho.
         El botones estaba de pie, mirando tras el cristal de la puerta hacia la calle, esperando. De pronto, abrió sin ganas la puerta lateral, no la central de los clientes, que aguantó para dejar entrar a un muchacho con gorra, con algo cargado en su espalda. Era un limpiabotas. Se fue directo a recepción y luego en dirección al bar donde estaba.
         Se ofreció al hombre de la pareja francesa que le dijo que no, se saltó a él y fue hacia el último que se había sentado que también dijo que no, pero que tras escuchar algo que le dijo el muchacho, afirmó con la cabeza. Se arrodilló el limpiabotas y puso la caja que llevaba delante del hombre, que puso su pie derecho encima.
Abrió la caja y sacó un bote de crema, dos pañuelos y un par de cepillos. Todos sus útiles los dejó en el suelo.
         Comenzó a limpiarle un pie.
         Debía de actuar. Juan se levantó de su asiento, cogió su pluma y su papel, dejó una propina en la mesa y fue hacia ellos.
         Le habló en catalán.
         - Chico, ¿tardarás mucho? ¿Me los podrías limpiar a mí después?
         - Ehh - se giró un poco, sin levantar la vista que tapaba su cara con la gorra - no, luego tengo que limpiar unos cuantos zapatos que hay en la conserjería. Dígales a ellos su habitación y subiré cuando acabe.                 - Vale, ahora se lo diré, y ya vendrás.  
         No dio ni las gracias. Ni él lo esperaba. Se acercó a recepción.
         - ¿Este chico es el de siempre? - hizo una seña con su pulgar a su espalda en dirección al limpiabotas.
         - No señor Juan, está enfermo. Le ha enviado para suplirle, mañana volverá.
         - Vale, gracias.
         Subió en ascensor a su plata y entró en su habitación.
         Mary estaba desayunando en la mesa sentada en una silla, con las piernas cruzadas, llevaba una combinación corta y unos ligueros aguantaban sus medias.
         Juan se acercó a ella y le obligó con su mano derecha a levantar la cara, la besó en los labios mientras su mano izquierda le acariciaba su cuello por atrás, bajando por su espalda suavemente.

         Un rato después, ella volvió a proseguir con su desayuno, mientras él se levantó y trajo a la mesa la carta que enviaría a su editor. Contenía la entrevista que había escrito de Matías Muntadas y la nueva ley que iba a entrar en vigor en breve. Limpió la mesa con la mano y le dio la vuelta a la carta poniéndola encima para escribir por la parte que estaba impoluta. 
         Volvió a levantarse de la silla y fue a la mesita de noche, de donde sacó un palillo que había en el cajón y se agachó al suelo para coger algo, de al lado de la cama. Se sentó en la mesa y dejó ambas cosas allí.
         Cogió el palillo y comenzó a coger tinta, no tenía mucho tiempo.
         - Pero mira que guarro que eres - dijo Mary - Primero me obligas a ponerte eso y ahora juegas con él. Se levantó y se fue hacia el armario para vestirse, dejándolo solo.
         ¿Yo, guarro?, pensó. Guarro el servicio secreto inglés, que se ha inventado que el semen es un método invisible para escribir sin ser descubierto. Ahora que como sea un poco observador el que la recibe, el olor queda.
         No tenía mucho tiempo para escribir, por lo que, sin ver, empezó a trazar lo que quería escribir.
         Español joven entre 20 y 30 años, muy moreno, posiblemente marinero y mallorquín. Añadió su alias "Globo". Le habían dado a elegir una palabra cualquiera, y le gustó esa por la relación con su vida.
         Dejó la carta para que se secara, cogió el palillo y el preservativo, los tiró en la papelera.
         - Mary, cariño, vamos a ir a ver el zoológico que tienen aquí en Barcelona. Me han dicho que es grande y bonito, pero antes iremos a un sitio que tengo que preguntar una cosa. Vístete fresca que hoy hace calor - le dijo.
         Abrió el armario y pensó en que ponerse.
         Miró una vez más a la carta y se puso a vestir él también.
         Habían interceptado un comunicado. No sabían ni quien lo enviaba, ni quien la recibía. El tema sí: abastecimiento de combustible de submarinos en el mediterráneo, con un pago inicial 200.000 francos en el hotel Ritz de Barcelona a las diez de la mañana, con un periódico bocabajo para identificarse.
         Supuso que la parejita que había cerca de él, serían sus compañeros ingleses o el huésped que había en la puerta, u otros, pero tendrían que seguir al del periódico y al limpiabotas sin que se diesen cuenta para no delatarnos, por lo que probablemente no lo conseguirían.
Su jefe al que llamaban C, se lo había dicho en persona: dudaba del éxito, pero había que intentarlo, y yo, como tercera persona, quizás pudiera añadir alguna pista.
         No era un agente de campo, hasta ahora, pero le dijeron que ya estaba preparado, así que tendría que ir a suplir al corresponsal del Times en Berlín que había tenido que volver. Esa era la coartada.
         Le fue fácil unirse a la burguesía inglesa y a sus clubs, pues ya conocía a varios embajadores. Su cargo rimbombante en The Times también le abría muchas puertas.
         Más difícil fue memorizar códigos de países, palabras claves para comunicarse, lugares seguros, señales y marcas para otros.
         Lo que le gustaba más era averiguar qué noticias en los medios propios podrían dañar la seguridad del país. Ese fue su último logro: las noticias a las que se llamo D, no podían dar pistas a sus enemigos.
         También le atraía el buscar agentes domésticos, eso era en las embajadas de otros países en Londres, buscaba a los que quisieran trabajar para ellos. Él, si veía a alguien candidato, lo comunicaba, a eso se le llamaba cultivar.
         A él, le obligaron a aprender el alemán austríaco. Nunca se sabía si le sería útil. Era una variante del alemán que ya sabía, sobre todo se diferenciaba en términos culinarios y jurídicos. Por contra, él tenía que enseñar el castellano a algunos ingleses, a perfeccionarlo e informarles de las normas y usos de la costumbre española.
         Veinte veces su sueldo de Le Figaro. Sí valía la pena ser un espía inglés.
         Volvió al presente. ¿Que haría hoy? Revisar lo que había quedado de la Exposición y ver si encontraba al alemán aquel al que salvo del ahogamiento, el que quería hacer un zoo en Barcelona. Su amigo vivía en Berlín, sería bueno conseguir su amistad cuando fuese allí en pocas semanas.








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