Los Pesos Fuertes del Banco de Barcelona
Rafael López y Guillén
CUARTA PARTETarragona 1.912
Capítulo Dieciseisavo
Rafael López y Guillén
CUARTA PARTETarragona 1.912
Capítulo Dieciseisavo
Ya se habían puesto en marcha de nuevo. El traqueteo del expreso le obligaba a fijar detenidamente la vista en el papel del itinerario.
De pronto un silencio se hizo en su compartimiento; su único compañero de viaje había dejado de roncar, lo que le hizo arquear las cejas y mirar por encima de la hoja en dirección al hombre que estaba sentado en frente. De nuevo volvió a su ronquito habitual. Debía ser una apnea, se dijo. Parecía mentira lo poco que se parecía a su tío, este joven, algo rollizo. En su no parar de hablar, le había tenido entretenido hasta que habían parado en Tarragona. Allí se había bajado la joven que les había acompañado desde Barcelona en el trayecto, quedándose ambos solos. Un pequeño lío entre los empleados ferroviarios del Norte y los de la línea que bajaba por el levante, hasta Valencia. Les habían tenido parados allí en Tarragona, más de media hora. Lo único bueno había sido que ese Guastavino, se había callado por fin. Nada, no se parecía en nada, ni en el físico, ni en el intelecto.
Un día de noviembre de 1899, había aparecido en la sede del diario Le Fígaro, su amigo el Marques de Comillas, Claudio López Bru. Él, junto a Eusebio Güell y unos cuantos socios más, habían creado una nueva empresa: una cementera de nombre Asland, en Castellar de Nuch. Querían construir una fábrica, pero no se fiaban del todo de su arquitecto. Pirozzini les había hablado de un experto en bóvedas que ya había construido otra fábrica, los telares Batlló, que también formó parte del jurado del arreglo de la Catedral de Barcelona, y que en el mundo internacional se había ganado una excelente reputación, pero que vivía en New York.
- Juan, nos tienes que hacer este favor. No conozco a otro mejor dotado para convencerle que tú. Además, es paisano tuyo, de Valencia, seguro que te lo ganas. Aquí tienes un primer proyecto con medidas y situación. Está en una ladera y tenemos un río cercano - abrió uno de los planos para enseñárselo y explicarle cosas para que lo trasladase. - Seguro que él sabrá por otra fabrica allí en los Estados Unidos de las necesitadas y formas, en España no hay ninguna. Esta será la primera que se hará. Es mejor viajar cuanto antes, los alisios se comportan mejor en esta época del año. ¡Pasa allí el fin de año y nuevo siglo!- paró un segundo para pensar. - Y por supuesto, todo completamente pagado, de ti me fio hasta las pestañas, seguro que todo lo que te gastes será necesario para la misión - acabó con una gran sonrisa y ambos brazos abiertos para estrecharle entre sus brazos. Él era su amigo, claro que lo conseguiría.
Un gran ronquido le hizo volver a fijarse en su compañero de vagón. Estaba con la cabeza caída hacia el cristal, con el rostro desconfigurado por el apretamiento de su mejilla contra él. Vestido de negro, con la calor que hacía, y un traje muy arrugado. Se miró el suyo de algodón beige, mucho más fresco y alegre, de acorde con el tiempo, pues el verano estaba al caer.
Esa sensación le llevó a la contraria, al frio tan intenso que recibió al llegar a New York. Su travesía por el Atlántico había sido muy cómoda puesto que lo habían tratado a cuerpo de rey. Casi todos los días el capitán lo invitaba a su mesa. Le prefería al resto del pasaje, que aunque fuese rico en propiedades, no lo era en el intelecto.
Al ser de los primeros en desembarcar, como le correspondía a su clase, apenas tuvo que hacer cola para pasar el control de pasaportes en Ellis Island. Su hall estaba en obras. Miró su gran techo y le resultó familiar, aunque estaba más pendiente del marino que le acompañaba llevándole el equipaje. Desde una ventana pudo ver de nuevo esa grandiosa y famosa Estatua de la Libertad que estaba en otra isla cercana. Además de policías que le miraron sus papeles, había unos hombres con batas de médicos, supuso que sería para inspeccionar a quienes ellos consideraran enfermos, lo que le pareció bien. Viajaba por trabajo, no de vacaciones.
No esperaba estar muchos días, quizás celebraría el fin de año en el barco de vuelta a los pocos días.
Cuando salió a la terminal, habían muchos hombres preguntándoles sus nombres a los recién llegados. Uno de ellos se le acercó, le enviaba Claudio López Bru le dijo, él le acompañaría. Cogió sus pertenencias como pudo y salieron a la calle. La bofetada de frio lo despertó de golpe, era un martes sobre las diez y media de la mañana, estaba todo nevado, calles y aceras. Había muchos vehículos, nunca había visto tantos a la vez, ni en París. Ni el frio se le parecía. Se abrigó bien y siguió al hombre que introdujo sus dos maletas y el saco atrás del coche que esperaba con un conductor al volante y el motor encendido. Tras guardar las maletas, el hombre le abrió la puerta trasera, se la cerró cuando estuvo dentro y él se sentó junto al chofer. Estaba tan acostumbrado a escuchar francés o inglés, que no se dio cuenta, de que estos hombres hablaban español.
El copiloto se giró hacia él cuando empezaron a avanzar y se incorporaron a la circulación.
- Señor Guillén, el señor Claudio López ya le ha reservado una suite en el hotel. Me han dado esto para usted, fue lo que le pidió - le tendió un sobre.
Juan se quitó los guantes. Abriéndolo, sacó unas hojas:
Jason Security & Investigations inc
Tremont Ave 1432 Bronx NY 10465
leyó en el enunciado de las hojas. Eran unos investigadores privados. Leyó rápidamente hasta que vio la dirección exacta, planta quince. Ladeó un poco la cabeza. Vive con su hijo, de igual nombre, Rafael Guastavino, y una mujer que les acompaña. No está casado aquí, en los Estados Unidos.
Patentes: Tile Arch System, nombre sociedad: Guastavino Fireproof Construction Company. Finalmente sacó otra hoja con una relación larga de lugares donde había realizado trabajos, eran ciudades americanas: Exposición Centenario Filadelfia, sala de registros Ellis Island New York, Exposición Universal de Chicago, Búfalo, Biblioteca Pública de Boston, Baltimore.
Dobló las hojas y se las introdujo en un bolsillo interior, en el derecho, donde tenía la parte española de información que había pedido a un ex-compañero de La Vanguardia. Allí se decía que por causas extramatrimoniales había dejado España llevándose a un hijo con él y también había un listado de lugares y obras.
- ¿Está muy lejos el hotel? ¿Cuál es? - preguntó.
- No, enseguida llegaremos. Es el Hotel Manhattan, recién construido señor - respondió.
No contestó, pero sí que miraba hacia arriba. Había muchos edificios. Casi todos estaban en obras. En esa zona de la ciudad se construía a una velocidad de vértigo. Se sonrió de su propia broma.
- Ese es el Puente de Brooklyn, en Manhattan, donde estamos ahora. Es el distrito financiero - hizo una seña para arriba. - Casi todos tienen veinte pisos de altura, tiene que subir a lo alto del Park Row, verá que vista tiene desde allí - sugirió el hombre.
- ¿Mañana me podrá acompañar? Tengo que comprar unas cosas. ¿Tienen mercado de comida por aquí? - volvió a preguntar.
- Señor, estaré junto a usted todos los días que esté en New York. Tengo órdenes de ayudarle cuanto pueda, no se preocupe de nada. ¿Un buen mercado? Aunque hay más cosas que comida, es el Merkat Bushwich, en Brooklyn - le sonrió de una forma rara cuando se giró para decírselo. Le devolvió la sonrisa, algo habría que le gustaría a los dos, seguro.
Y llegó el día calculado, fue a la dirección con los obsequios que esperaba ayudaran a conseguir su objetivo. El primer obstáculo fue pasar por el recepcionista. Tenía que anunciarle, pues sino no le dejaba entrar.
- Dígale que traigo unos regalos de su tierra, de España - sugirió en inglés al conserje, cosa que hizo y, tras recibir el visto bueno por teléfono del visitado, le hizo señas para que entrase al gran vestíbulo.
Cuatro ascensores, unos que iban desde los pisos uno al decimo, y otros del onceavo al veinte. Creía que no tenía tantos pisos de altura, aunque no había intentado contarlos. Pulsó el de los pisos altos, puesto que se dirigía a la planta quince.
Salió del ascensor y se adentró en un largo pasillo con muchas puertas. Buscó el número del apartamento y se arregló un poco. Dejó el saco en el suelo y pulsó el timbre. Se puso recto y se quitó el sombrero.
Se abrió la puerta y una mujer un poco mayor que él asomó por la entrepuerta abierta.
- Perdone señora, traigo este regalo para el señor Guastavino - le tendió su vieja paellera para seis personas.- Vengo desde España, desde Barcelona, querría hablar con él - la mujer abrió la puerta. Le había entendido hablando castellano, así que debía de ser la criada que se vino con él desde Barcelona, según le escribieron desde su antiguo diario. Ella y sus dos hijas, acompañaron en su huida al señor Guastavino e hijo. La mujer abrió un poco más la puerta y cogió la paellera cerrando la puerta tras ello.
- Rafa, hay un español en la puerta - escuchó que voceaba mientras andaba hacia donde estuviese el llamado.
Ahora venía la otra parte difícil. Esperaba haber acertado con su plan, se agachó y cambió el saco de esparto de un lado al otro. Lo puso de manera que no se cayera.
Se abrió de nuevo la puerta. Esta vez, le abrió el propio Guastavino con la paellera en una mano. Tras él, la mujer, y al fondo en el pasillo, vio a otro hombre de unos cuarenta años que debía de ser su hijo.
- Buenas días señor Guastavino, hoy es jueves - habló con el acento y forma valenciano que sabría que reconocería. Le tengo que pedir que me escuche una propuesta y me ha parecido que usted que es valenciano.
¿Le gustaría que le preparase una paella mientras se la explico? Como hoy es jueves seguro que ha dado descanso al servicio. Traigo recuerdos desde Barcelona, Carlos Pirozzini me ha dado esta carta de presentación - se la tendió y esperó que la leyera.
- Aquí dice que el marqués de Comillas, Claudio López, le ha pedido que redactara esta carta, como que usted es periodista en Le Figaró en Paris, pero que anteriormente lo fue en La Vanguardia de Barcelona, y que actúa en representación del Marques para proponerme un trabajo, que sea tan amable de escucharle, en recuerdo de la amistad que nos tenemos - leyó en voz alta Guastavino. - Tengo que añadir por mi parte, que no fui amigo de Pirozzini, quien fue bastante crítico conmigo en algunas ocasiones, pero es verdad que su reputación habla por él, por lo que le escucharé. Pero tengo que decirle, que será imposible, pues tengo una gran lista de obras en danza y más en cartera - se hizo a un lado de la puerta y señaló al interior con la mano.- Pasé y veremos que tal hace usted esa paella y, - añadió preguntando - ¿Es usted valenciano?
- Del interior de Castellón. Le haré una paella de montaña - levantó el saco. - He traído todo lo necesario, hasta caracoles, aunque estos son franceses - rió y la sorpresa salió del rostro de Guastavino. - En el barco conseguí que los colgaran en la cocina para depurarlos.
Entraron y al cerrar la puerta, Juan se giró.
- ¿Perdone, tiene usted chimenea en este apartamento?
Asintió el propietario - ¿De leña? - volvió a preguntar Juan, qué recibió el mismo gesto. Huff ese era su máxima preocupación. No había pensado en ello hasta que vio la altura del apartamento en el papel que le dieron en el puerto.
Fueron pasando por el pasillo hasta llegar a un distribuidor, cruzaron una puerta que conducía a una gran estancia. Donde estaba encendida la chimenea. Al verla tan grande se le iluminó el rostro al periodista. Si estuviese cerrada, como había visto una vez, estropearía la puesta en escena. Ahora tenía que hacerlo suyo, darle confianza para que se explayara.
- Mi hijo Rafa - le presentó. - Ella es Rosa - a cada presentación se saludaron con la mano. Él quería que hablara, era ese su objetivo.
- ¿Me permite? - preguntó Juan llevándose las manos a su propio abrigo, para pedir permiso para quitárselo.
- Si, hombre. Hablémonos de tú. No siempre tengo el gusto de poder hablar en mi idioma aparte de con la familia- dijo Guastavino.
- Gracias - se quitó el abrigo dejándolo en el respaldo de una silla. Luego se quitó la chaqueta, quedándose con el chaleco. Abrió el saco y busco hasta sacar una botella. - Un rioja, ¿qué le parece?
- Estupendo. Hace tiempo que no lo pruebo. Rosa, por favor, tráenos unas copas - pidió.
Volvió a hurgar en el saco y extrajo un delantal que se puso. Fue hacia la chimenea y separó los leños más grandes, llevándolos al final para que no estorbaran, y a un lado los medianos y pequeños. Dejó un espacio limpio en el centro. Se irguió y de nuevo, del interior del saco, como un mago, sacó esta vez un hierro triangular.
- Las patas, sin ellas no hacemos nada - explicó, mientras las ponía en el sitio limpiado.
- ¿Cómo fue su venida a este país? Me dijeron que ya había estado aquí antes y que le habían dado un premio - habló de espaldas. Comenzó a darle confianza mientras trabajaba agachado, a ver si conseguía que hablara con tranquilidad. Cogió la paellera y la puso encima de las patas.
- Pues sí, vine a Norteamérica en 1876, al centenario de la exposición de Filadelfia, donde presenté un estudio sobre la seguridad ante los incendios, y me dieron una medalla. Por eso, cuando me separé de mi mujer, pensé que me comería el mundo aquí. Vine con mil pesetas; apenas me dieron cuarenta dólares al cambio.
Se levantó tras dejar bajo la paellera unas cuantas ramas encendidas, fue de nuevo al saco y levantó para que viese la otra botella.
- ! Aceite de oliva ¡ - Explicó Juan. Al levantarse tomo un trago de la copa de vino que le había dejado Guastavino encima de la repisa de la chimenea.
- Aquí no hay y el poco que llega, es muy caro. Todo es caro sino tienes dinero. Me tocó trabajar de todo. Pero empecé con mi idea. Hice una pequeña casa con ladrillos y azulejos y ante un montón de periodistas, le pegué fuego, para que viesen que no ocurría nada. Aquí en 1871 hubo una tragedia en Chicago: hubo más de 300 muertos y ardieron muchas casas de maderas.
De cuclillas como estaba, nivelando la paellera con el aceite, preguntó Juan girando la cara.
- ¿Incendiaste a posta una casa?
- No una, luego otra más grande. Lo que ganaba de delineante o en cualquier otro oficio, volvía a gastarlo para que viesen lo que aguantaba. Luego ya fue mejor, porqué patenté el sistema.
Volvió a acudir al saco. Esta vez sacó un papel con pollo y conejo que había comprado el día anterior en el mercado. Lo empezó a poner tranquilamente en la paellera que ya empezaba a hervir. Movió algunas ramas para distribuir el fuego.
- Por eso he venido, no hay otro con más seguridad que tu. Eusebio Güell, el Marqués de Comillas y algunos más, quieren construir una fábrica de cemento en una montaña, donde nace el Llobregat. En España no hay ninguna, y el arquitecto que ha realizado el borrador no les convence.
El horno tiene que aguantar elevadas temperaturas, 1400 grados Celsius me dijo Claudio. ¿Aguantarían eso? - al mismo tiempo que lo preguntó, se puso en pie y le miró a los ojos.
- Sí, por supuesto. Pero debe de hacerse bien, sino podría derrumbarse. Supongo que será muy alto - respondió Guastavino.
Juan volvió de nuevo al saco. Esta vez le toco el turno al cucharón, un sobrecito de azafrán, unas verduras y unas bolsas de arroz.
La comida fue muy degustada, hacía años que la familia no la probaba. Había algún español que la preparaba en un restaurante, pero no estaba igual de buena, desde luego si se quedara tendría trabajo.
Tras la comida, Guastavino le obligó a acompañarlo a una bóveda que estaban trabajando. Anduvieron por unos puentecitos a una altura, tan elevada que asustaba.
Le obligó a quedarse hasta mitad de enero y se fue con otro borrador hacia Barcelona. Seguiría a distancia la obra.
Nada que ver ese Guastavino con este pobre hombre de enfrente en su vagón. Al subir, tras presentarse, le empezó a explicar que representaba al ayuntamiento de Valencia.
Se habían enterado de que querían entregar la Albufera que pertenecía a la corona real, a una empresa minera, vía concesión, como ayuntamiento se opusieron y pidieron al gobierno que regalara su propiedad a ellos en varias ocasiones, siempre con resultado negativo. Pero esta vez creían que habían encontrado un ardid, con un plan de sostenibilidad en el ambiente, para plantas y animales. Regresaba de una entrevista con unos abogados de Barcelona, para que les ayudasen en la presentación de la petición de su propiedad.
A Juan, ni se le ocurrió explicarle que en Francia había un titulo que inició Napoleón El ducado de la Albufera, él conocía al actual duque, Raoul Suchet.
Vio que el ejemplar de la revista Cucut, colgaba bajo su pierna, caería en cualquier momento. El último número que publicaron antes del cierre le dijo, el número 518, se agachó y la cogió.
Juan dobló la hoja del itinerario de la infanta que tenía en su regazo, se lo puso en la mano derecha, aguantándola solamente por el pulgar. Tenía su bolso de viaje a su lado, la abrió, e introdujo la mano estirada con el papel. Lo hizo por el interior, por el lado que daba al forro, haciendo hueco con los dedos para llegar al duro fondo de cuero. Una vez encontrado, hizo un poco más de fuerza con la punta de los dedos y lo levantó, introduciendo el dedo corazón hasta notar el frio metal del cañón de su Pacificadora, su colt45. Dejó el papel en ese lugar secreto.
Le gustaba mirar por la ventanilla, pero ya tras pasado la vista del mar por el Garraf, y luego los viñedos del Penedés, había ahora un trozo aburrido hasta llegar a los árboles frutales, los naranjos de su región. De nuevo, volvió a centrar su atención en la revista ojeándola. Intentando no hacer mucho ruido, no fuera a despertarse su compañero de viaje. Opisso, el nombre del dibujante de esa viñeta tan recargada de personajes le sonaba.
Comentarios
Publicar un comentario