Rafael López y Guillén
Barcelona, 12 de Julio 1.912
Capítulo Dieciochoavo
Ya llevaba tres días en Barcelona resolviendo asuntos, ahora iba al que le había obligado a hacer todo ello.
Subía por las Ramblas, había pasado el Liceo y continuaba en dirección a la Plaza de Cataluña. Se palpó el bolsillo y sacó unos papeles, los miró mientras continuaba andando, desdobló el grande. Aunque su vista ya no era la misma que cuando era joven, el itinerario se lo sabía de memoria.
"La
chata" como era reconocida vulgarmente, caía bien a la gente del pueblo.
S.A.R. la infanta Isabel de Borbón y Borbón
Princesa de Asturias
Princesa de las dos Sicilias
Condesa de Girgenti
itinerario previsto para la Hermana del rey Alfonso XIII
8-7-12 Visita a la Ermita de San Juan Bailón - (Villareal-Castellón)
9-7-12 Visita del Grao - (Puerto de Castellón)
10 y 11-7-12 Visita Castellón - Recepción Alcalde Juan Peris, Casino,
12-7-12 Visita y alojamiento en Parque Sama - (Tarragona)
20-7-12 Visita a Barcelona
Observaciones: Epilepsia (médico de compañía)
Hoy estaría muy cómoda en la casa de su
amigo Salvador. No lo ponía, pero se suponía que estaría unos días allí. La
playa estaba cerca y a los de la capital, tan de tierra adentro, añoraban esa
brisa sentaba en algún lugar costero, a la sombra. Les encantaba andar sobre la
arena mientras paseaban con sus sombrillas. Se rió él solo de sus pensamientos.
El ex comisario tenía buena letra, y por lo que veía aún trabajaba con el
servicio secreto español, pues le pidió su opinión. Dobló ese escrito y
desdobló uno de los dos telegramas que le había enviado al ex policía.
30/5/1912 Reforzar Barcelona -stop- resto, se supone sin problemas - stop- un saludo. Juan - stop-.
Desdobló el segundo telegrama:
30/5/1912 Reunión problema el 12 Julio 1912 - stop-
mismo lugar y hora anterior cita - stop- un saludo. Juan- stop-.
Aunque este tercero, había sido enviado unas horas después, no se daría cuenta. El segundo y cuarto telegramas que había enviado ese día, al ser urgentes, sí que ponían la hora, pero los había roto.
Otra vez sonrió internamente. Pues vio a lo lejos la cantina, en el cruce al finalizar las Ramblas. Con su buena vista a la distancia, vio al hombre con el que se había citado que le aguardaba, en la misma mesa exactamente.
Se le acercó de frente y se sentó junto a él, directamente sin saludo alguno.
- Me llegó tu advertencia que la trasmití a las fuerzas públicas - comenzó el ex comisario. - ¿Esta nueva reunión que finalidad tiene? - preguntó.
- El otro día le hablé de mis aventuras, por cierto, todas las que le explique con final feliz. Pero también he tenido algunas malas, muy malas - comenzó Juan. - Para mí la peor fue en 1898, en plena guerra por Cuba.
- Me apetece escucharla, pues tengo tiempo libre. Pero no comprendo que necesidad tiene de para hacerme venir - replicó.
- Espere y lo comprenderá, usted es mayor que yo y ambos sabemos que se aprende con la experiencia. Déjeme continuar - recibió una afirmación de la cabeza del ex comisario, y en ese momento salió el camarero a preguntarle qué deseaba tomar. Esperó a que se fuera a una distancia para continuar hablando. Observó que el ex comisario estaba con las piernas cruzadas y el periódico doblado en ellas, que lo aguantaba con su mano izquierda, el brazo derecho apoyado en la silla y la mano aguantaba su mentón, poblado de barba muy blanca.
- Como le decía, en 1898 llegó un agente a la embajada de París. Venía desde Madrid con una misión para ambos. Debíamos de llegar a Vancouver, en Canadá, a la mínima brevedad posible. El agente madrileño sabía hablar el francés, pero no sabía nada de inglés, por lo que le debía de ayudar a lograr llegar allí. Allí, en Paris ya tenía un falsificador de documentos, por lo que nos hicimos con unas identificaciones como franceses. Nos fuimos a la costa del Atlántico donde soborné a un mercante que iba hacia la costa americana para que nos llevase como marineros y nos desembarcara en territorio canadiense. Luego fuimos uniendo trenes y más medios de transporte. En treinta días estábamos ya en nuestro destino, el Hotel Europe en la Columbia británica, Vancouver. Allí esperamos hasta ver aparecer a un hombre con un bigote un tanto peculiar para ir vestido como un trampero. Se nos acercó a ambos y nos preguntó en español.
- ¿Santo y seña? - que nos dejó petrificados a los dos. Estábamos sentados en un banco afuera, en el porche del edificio de cuatro plantas que hacia esquina y nos resguardaba del aire helado. - Confianza Agustina - dijimos al unisonó los dos sentados. Nos sonrió y nos tendió la mano que le estrechamos.
- Subamos a vuestra habitación. ¿Cuál es? Me registraré y luego iré con vosotros. ¡Gracias por venir tan rápidamente! Me daba rabia tener que perder el tiempo esperándoos.
Traíamos una bolsa, a la que custodiábamos alternativamente sin dormir. Puesto que nos habían dicho que era muy importante lo que había en su interior.
Cuando llegó y se la entregamos, delante de nosotros la puso bocabajo, para que cayera encima de la cama todo lo que había en el interior: varios fajos de billetes de 20 y 50 dólares y una bolsa de piel.
- Contadlo - nos pidió. - Mientras lo hacíamos, él fue hacia la ventana y abrió con delicadeza la pequeña bolsa de piel, saco algo y lo elevó hacia el cielo, un anillo vimos mientras hacíamos pilas. El compañero escogió los billetes de veinte, y yo los de cincuenta.
Se acercó a nosotros cuando nos vio que habíamos acabado y me lanzó la bolsita.
- ¿Qué lees en el interior de esos anillos? Comprueba si en los tres pone lo mismo.
Tras hacerlo, le contesté:
- En los tres pone lo mismo: "Confianza Agustina".
- Correcto, eso fue lo que pedí, el santo y seña escrito en su interior. ¿Cuánto hay en total?
- 10 fajos de cien billetes de 20, 20.000$ - dijo el compañero.
- 10 fajos de cien billetes de 50, 50.000$ - respondí.
- Bueno, a ver qué podemos hacer con ellos. Después de cenar iremos a un lugar. Ya he averiguado en que parte del puerto se pueden realizar compras, vamos a por un barco - nos dijo, dejándonos boquiabiertos. Había traído un bolso de mano que estaba en el suelo, lo levantó y lo puso encima de la cama. Lo abrió y nos dio una gran pistola a cada uno, -es un Colt45 aquí usamos este arma- sacó otra para él que se puso a la espalda, aguantada en el pantalón. Luego cogió todos los fajos de billetes y la bolsita con los anillos y los guardó en su bolso que era grande.
- No le entiendo, que tiene que ver eso conmigo? - volvió a preguntar el ex comisario.
- Espere, que ya nos acercamos al sentido. Continuó. Compramos el Amur, un viejo barco ruso y contratamos a todo tripulante sin escrúpulos que encontramos, pues nos dedicamos a incordiar el trafico marítimo norteamericano de ese lado del Pacifico. Nos convertimos en unos piratas. Además sabíamos que solo había un buque americano para combatirnos, el Wheeling. Carranza que así se llamaba el que nos comandaba, era el embajador español, que tuvo que abandonar suelo americano al declararnos los Estados Unidos la guerra por Cuba. Roosevelt no quiso ni oírnos hablar de paz, pues ellos pedían la independencia de Cuba para hacerla suya. Las voces de las hazañas de abordajes llegaron al estado mayor americano, que envió otro navío el Bennington para apoyar al Wheeling, en cuanto nos enteramos que había otro, averiguamos donde tenían la base y nos propusimos asaltarlos. En ese momento - paró, alargó la mano y le quitó el polvo a su sombrero de paja que tenía encima de la mesa, continuó - ,algo cambió - hizo una breve pausa. Cuando iba a continuar escucharon unas voces que se acercaban.
- Camarero, eh, ven aquí afuera - gritaron dos personas, que se pusieron en la mesa que había tras Juan.
- ¿Ósea que a mi hijo, si tuviese dinero, le podría pagar esa cuota y no tendrá que ir a hacer el servicio militar? - hablaban fuerte los dos hombres.
- Sí, el presidente José Canalejas, ese capullo del Partido Liberal, ha aprobado que el servicio militar sea obligatorio - respondió el otro.
Juan acercó su mesa al comisario, que solo tenía ojos para esos dos deslenguados que hablaban mal del presidente.
En esa ocasión, me dijo Carranza que alguien había advertido del peligro, nos obligaron a volver a España dejando a Carranza allí solo. Pienso que fue un agente doble. Por ello, siempre ha sido una meta personal el conseguir capturar a uno de ellos - paró Juan mirándolo.
- ¿Pero qué dices, qué insinúas?-replicó el ex-policía.
- En el servicio secreto británico, es obligatorio cuando vas de misión a un lugar, el ver centenares de fotografías o dibujos, de personas especiales que puedes encontrarte. Has de tener memoria además, pues cada foto va con una explicación.
- ¿Y qué me importa a mí eso? - replico enojado, aunque sin levantar la voz. Él también se había acercado a Juan.
- ¡Y no tardes! - gritaron, habían realizado el pedido los clientes que acaban de llegar.
- El último día que nos vimos aquí, vi a uno de ellos, lo reconocí, y luego cuando regresó a su lugar, pregunte en que planta trabajaba, me dijeron que el comisario Bravo Portillo en la primera planta - nada más decir eso, Juan vio como el ex comisario bajó su mano izquierda introduciéndola en el periódico que tenía en el regazo, asomó la punta de una pistola en su dirección.
- Me siguió pues - dijo en susurros. - No debió hacerlo, le va a costar algo - finalizó, con su mano derecha buscó en su bolsillo derecho un reloj que llevaba atado a su chaqueta. Con un rápido movimiento, pese a su edad, rompió la cadena y tiro el reloj a la mesa, delante de Juan.
- Cójalo en su mano y póngaselo en su bolsillo - ordenó.
- Lo admite pues, eso lo entiendo. Pero no sé cuando empezó con este doble juego, ni porqué. Bueno, supongo que por dinero - se contestó el mismo.- ¿Estuvo usted en ese asunto de Canadá o conoce quien estuvo?
- No, había oído hablar de él, pero no. Además ahora las tornas han cambiado. Ahora soy yo el que ordena. Repito coja ese reloj, sino le dispararé aquí mismo. Le permitiré que intente huir hasta llegar a mi casa. Soy viejo, quizás me tropiece y esquive mi bala. ¿O desea morir aquí sentado? - preguntó.
Juan hizo una seña con su pulgar hacia atrás.
- Esos dos son mis guardaespaldas. ¿Los quiere hacer enfadar? - le preguntó con una sonrisa.
- No le creo, no son sus guardaespaldas - contestó.
El ex-comisario escucho un cercano clic y sintió el frio acero en su nuca.
- Es verdad, no son suyos, son mis guardaespaldas. ¡Señores! - levantó la voz al llamarles.
- Perdón, que mal educado soy, no conoce a nuestro embajador en Paris - dijo con sarna Juan, al mismo tiempo que los dos hombres que había tras él se habían levantado y sacado sus pistolas apuntando al hundido ex comisario.
- Como me dijo el otro día, su lado izquierdo no ve, ni escucha bien. Quería tener la oportunidad de que me confesase alguna cosa. Ahora será moneda de cambio, aunque con los alemanes aliados de su confidente, de momento no tenemos problemas.
Los dos hombres se llevaron a rastras al detenido, el embajador ocupó el asiento que había quedado libre.
- Hemos hecho las cosas tal como pediste. ¿Has averiguado algo? - preguntó el embajador.
Juan negó con la cabeza frunciendo los labios.
- Entiendo que ya no puedes seguir como agente infiltrado. Con tu edad es normal. Debes desaparecer del todo y perderte. ¿Te hace falta alguna cosa? ¿Dinero? - Le preguntó el embajador.
- Gracias, sólo me podía fiar de ti. No sabía a quién acudir. Ahora será vuestro, tendréis que sacarle todo lo que sepa - dijo Juan y pensó: pobre hombre, lo que le espera. Le había cogido cariño con la lejanía, hasta que empezó a hacer demasiadas preguntas, lo que llevó a seguirle. Acertó de pleno.
Miró encima de la mesa y vio el diario, su diario la edición del día de La Vanguardia.
- Hay una cosa que sí me gustaría que comentases.
Juan había levantado la vista y la dirigía al embajador.
- Ayer leí aquí - señaló el diario - que de nuevo han desechado la idea de darle a Valencia la Albufera que reclama. Por favor, recuérdale a su alteza que un día le salvé la vida. Además tendrá un buen pretexto pues habrán halagado a su hermana en esas tierras. Sería de buena persona el alegrarles algo la vida.
Ambos se levantaron y el embajador hizo una seña de que él se ocupaba de la cuenta en la cantina. Le dio primero la mano, y luego un abrazo, varias palmadas. Muchos años y muchas vivencias habían vivido juntos.
Tras despedirse Juan cruzó la plaza en dirección a su hotel, el Ritz. Allí tenía su maleta de viaje, y dentro el dinero que había sacado en efectivo de su cuenta en el Banco Colonial. Había vendido en estos tres días, todas las acciones que tenía del Banco Colonial, las de la Cía. Transatlántica y las de la cementera Asland de Claudio, las de la España Industrial de Muntadas y las de Catalana de Gas de su otro amigo Massana. Con ello había conseguido más que con todo lo que había ahorrado, o mejor dicho, no gastado manteniendo su apariencia. Ahora, con efectivo en varias monedas, y diversos documentos de varias nacionalidades, desaparecería unos años, tal como le había aconsejado su amigo el embajador. Italia, le habían dicho que tenía preciosas ciudades, y él no sabía ese idioma, eso siempre le gustaba, un nuevo desafío.
30/5/1912 Reforzar Barcelona -stop- resto, se supone sin problemas - stop- un saludo. Juan - stop-.
Desdobló el segundo telegrama:
30/5/1912 Reunión problema el 12 Julio 1912 - stop-
mismo lugar y hora anterior cita - stop- un saludo. Juan- stop-.
Aunque este tercero, había sido enviado unas horas después, no se daría cuenta. El segundo y cuarto telegramas que había enviado ese día, al ser urgentes, sí que ponían la hora, pero los había roto.
Otra vez sonrió internamente. Pues vio a lo lejos la cantina, en el cruce al finalizar las Ramblas. Con su buena vista a la distancia, vio al hombre con el que se había citado que le aguardaba, en la misma mesa exactamente.
Se le acercó de frente y se sentó junto a él, directamente sin saludo alguno.
- Me llegó tu advertencia que la trasmití a las fuerzas públicas - comenzó el ex comisario. - ¿Esta nueva reunión que finalidad tiene? - preguntó.
- El otro día le hablé de mis aventuras, por cierto, todas las que le explique con final feliz. Pero también he tenido algunas malas, muy malas - comenzó Juan. - Para mí la peor fue en 1898, en plena guerra por Cuba.
- Me apetece escucharla, pues tengo tiempo libre. Pero no comprendo que necesidad tiene de para hacerme venir - replicó.
- Espere y lo comprenderá, usted es mayor que yo y ambos sabemos que se aprende con la experiencia. Déjeme continuar - recibió una afirmación de la cabeza del ex comisario, y en ese momento salió el camarero a preguntarle qué deseaba tomar. Esperó a que se fuera a una distancia para continuar hablando. Observó que el ex comisario estaba con las piernas cruzadas y el periódico doblado en ellas, que lo aguantaba con su mano izquierda, el brazo derecho apoyado en la silla y la mano aguantaba su mentón, poblado de barba muy blanca.
- Como le decía, en 1898 llegó un agente a la embajada de París. Venía desde Madrid con una misión para ambos. Debíamos de llegar a Vancouver, en Canadá, a la mínima brevedad posible. El agente madrileño sabía hablar el francés, pero no sabía nada de inglés, por lo que le debía de ayudar a lograr llegar allí. Allí, en Paris ya tenía un falsificador de documentos, por lo que nos hicimos con unas identificaciones como franceses. Nos fuimos a la costa del Atlántico donde soborné a un mercante que iba hacia la costa americana para que nos llevase como marineros y nos desembarcara en territorio canadiense. Luego fuimos uniendo trenes y más medios de transporte. En treinta días estábamos ya en nuestro destino, el Hotel Europe en la Columbia británica, Vancouver. Allí esperamos hasta ver aparecer a un hombre con un bigote un tanto peculiar para ir vestido como un trampero. Se nos acercó a ambos y nos preguntó en español.
- ¿Santo y seña? - que nos dejó petrificados a los dos. Estábamos sentados en un banco afuera, en el porche del edificio de cuatro plantas que hacia esquina y nos resguardaba del aire helado. - Confianza Agustina - dijimos al unisonó los dos sentados. Nos sonrió y nos tendió la mano que le estrechamos.
- Subamos a vuestra habitación. ¿Cuál es? Me registraré y luego iré con vosotros. ¡Gracias por venir tan rápidamente! Me daba rabia tener que perder el tiempo esperándoos.
Traíamos una bolsa, a la que custodiábamos alternativamente sin dormir. Puesto que nos habían dicho que era muy importante lo que había en su interior.
Cuando llegó y se la entregamos, delante de nosotros la puso bocabajo, para que cayera encima de la cama todo lo que había en el interior: varios fajos de billetes de 20 y 50 dólares y una bolsa de piel.
- Contadlo - nos pidió. - Mientras lo hacíamos, él fue hacia la ventana y abrió con delicadeza la pequeña bolsa de piel, saco algo y lo elevó hacia el cielo, un anillo vimos mientras hacíamos pilas. El compañero escogió los billetes de veinte, y yo los de cincuenta.
Se acercó a nosotros cuando nos vio que habíamos acabado y me lanzó la bolsita.
- ¿Qué lees en el interior de esos anillos? Comprueba si en los tres pone lo mismo.
Tras hacerlo, le contesté:
- En los tres pone lo mismo: "Confianza Agustina".
- Correcto, eso fue lo que pedí, el santo y seña escrito en su interior. ¿Cuánto hay en total?
- 10 fajos de cien billetes de 20, 20.000$ - dijo el compañero.
- 10 fajos de cien billetes de 50, 50.000$ - respondí.
- Bueno, a ver qué podemos hacer con ellos. Después de cenar iremos a un lugar. Ya he averiguado en que parte del puerto se pueden realizar compras, vamos a por un barco - nos dijo, dejándonos boquiabiertos. Había traído un bolso de mano que estaba en el suelo, lo levantó y lo puso encima de la cama. Lo abrió y nos dio una gran pistola a cada uno, -es un Colt45 aquí usamos este arma- sacó otra para él que se puso a la espalda, aguantada en el pantalón. Luego cogió todos los fajos de billetes y la bolsita con los anillos y los guardó en su bolso que era grande.
- No le entiendo, que tiene que ver eso conmigo? - volvió a preguntar el ex comisario.
- Espere, que ya nos acercamos al sentido. Continuó. Compramos el Amur, un viejo barco ruso y contratamos a todo tripulante sin escrúpulos que encontramos, pues nos dedicamos a incordiar el trafico marítimo norteamericano de ese lado del Pacifico. Nos convertimos en unos piratas. Además sabíamos que solo había un buque americano para combatirnos, el Wheeling. Carranza que así se llamaba el que nos comandaba, era el embajador español, que tuvo que abandonar suelo americano al declararnos los Estados Unidos la guerra por Cuba. Roosevelt no quiso ni oírnos hablar de paz, pues ellos pedían la independencia de Cuba para hacerla suya. Las voces de las hazañas de abordajes llegaron al estado mayor americano, que envió otro navío el Bennington para apoyar al Wheeling, en cuanto nos enteramos que había otro, averiguamos donde tenían la base y nos propusimos asaltarlos. En ese momento - paró, alargó la mano y le quitó el polvo a su sombrero de paja que tenía encima de la mesa, continuó - ,algo cambió - hizo una breve pausa. Cuando iba a continuar escucharon unas voces que se acercaban.
- Camarero, eh, ven aquí afuera - gritaron dos personas, que se pusieron en la mesa que había tras Juan.
- ¿Ósea que a mi hijo, si tuviese dinero, le podría pagar esa cuota y no tendrá que ir a hacer el servicio militar? - hablaban fuerte los dos hombres.
- Sí, el presidente José Canalejas, ese capullo del Partido Liberal, ha aprobado que el servicio militar sea obligatorio - respondió el otro.
Juan acercó su mesa al comisario, que solo tenía ojos para esos dos deslenguados que hablaban mal del presidente.
En esa ocasión, me dijo Carranza que alguien había advertido del peligro, nos obligaron a volver a España dejando a Carranza allí solo. Pienso que fue un agente doble. Por ello, siempre ha sido una meta personal el conseguir capturar a uno de ellos - paró Juan mirándolo.
- ¿Pero qué dices, qué insinúas?-replicó el ex-policía.
- En el servicio secreto británico, es obligatorio cuando vas de misión a un lugar, el ver centenares de fotografías o dibujos, de personas especiales que puedes encontrarte. Has de tener memoria además, pues cada foto va con una explicación.
- ¿Y qué me importa a mí eso? - replico enojado, aunque sin levantar la voz. Él también se había acercado a Juan.
- ¡Y no tardes! - gritaron, habían realizado el pedido los clientes que acaban de llegar.
- El último día que nos vimos aquí, vi a uno de ellos, lo reconocí, y luego cuando regresó a su lugar, pregunte en que planta trabajaba, me dijeron que el comisario Bravo Portillo en la primera planta - nada más decir eso, Juan vio como el ex comisario bajó su mano izquierda introduciéndola en el periódico que tenía en el regazo, asomó la punta de una pistola en su dirección.
- Me siguió pues - dijo en susurros. - No debió hacerlo, le va a costar algo - finalizó, con su mano derecha buscó en su bolsillo derecho un reloj que llevaba atado a su chaqueta. Con un rápido movimiento, pese a su edad, rompió la cadena y tiro el reloj a la mesa, delante de Juan.
- Cójalo en su mano y póngaselo en su bolsillo - ordenó.
- Lo admite pues, eso lo entiendo. Pero no sé cuando empezó con este doble juego, ni porqué. Bueno, supongo que por dinero - se contestó el mismo.- ¿Estuvo usted en ese asunto de Canadá o conoce quien estuvo?
- No, había oído hablar de él, pero no. Además ahora las tornas han cambiado. Ahora soy yo el que ordena. Repito coja ese reloj, sino le dispararé aquí mismo. Le permitiré que intente huir hasta llegar a mi casa. Soy viejo, quizás me tropiece y esquive mi bala. ¿O desea morir aquí sentado? - preguntó.
Juan hizo una seña con su pulgar hacia atrás.
- Esos dos son mis guardaespaldas. ¿Los quiere hacer enfadar? - le preguntó con una sonrisa.
- No le creo, no son sus guardaespaldas - contestó.
El ex-comisario escucho un cercano clic y sintió el frio acero en su nuca.
- Es verdad, no son suyos, son mis guardaespaldas. ¡Señores! - levantó la voz al llamarles.
- Perdón, que mal educado soy, no conoce a nuestro embajador en Paris - dijo con sarna Juan, al mismo tiempo que los dos hombres que había tras él se habían levantado y sacado sus pistolas apuntando al hundido ex comisario.
- Como me dijo el otro día, su lado izquierdo no ve, ni escucha bien. Quería tener la oportunidad de que me confesase alguna cosa. Ahora será moneda de cambio, aunque con los alemanes aliados de su confidente, de momento no tenemos problemas.
Los dos hombres se llevaron a rastras al detenido, el embajador ocupó el asiento que había quedado libre.
- Hemos hecho las cosas tal como pediste. ¿Has averiguado algo? - preguntó el embajador.
Juan negó con la cabeza frunciendo los labios.
- Entiendo que ya no puedes seguir como agente infiltrado. Con tu edad es normal. Debes desaparecer del todo y perderte. ¿Te hace falta alguna cosa? ¿Dinero? - Le preguntó el embajador.
- Gracias, sólo me podía fiar de ti. No sabía a quién acudir. Ahora será vuestro, tendréis que sacarle todo lo que sepa - dijo Juan y pensó: pobre hombre, lo que le espera. Le había cogido cariño con la lejanía, hasta que empezó a hacer demasiadas preguntas, lo que llevó a seguirle. Acertó de pleno.
Miró encima de la mesa y vio el diario, su diario la edición del día de La Vanguardia.
- Hay una cosa que sí me gustaría que comentases.
Juan había levantado la vista y la dirigía al embajador.
- Ayer leí aquí - señaló el diario - que de nuevo han desechado la idea de darle a Valencia la Albufera que reclama. Por favor, recuérdale a su alteza que un día le salvé la vida. Además tendrá un buen pretexto pues habrán halagado a su hermana en esas tierras. Sería de buena persona el alegrarles algo la vida.
Ambos se levantaron y el embajador hizo una seña de que él se ocupaba de la cuenta en la cantina. Le dio primero la mano, y luego un abrazo, varias palmadas. Muchos años y muchas vivencias habían vivido juntos.
Tras despedirse Juan cruzó la plaza en dirección a su hotel, el Ritz. Allí tenía su maleta de viaje, y dentro el dinero que había sacado en efectivo de su cuenta en el Banco Colonial. Había vendido en estos tres días, todas las acciones que tenía del Banco Colonial, las de la Cía. Transatlántica y las de la cementera Asland de Claudio, las de la España Industrial de Muntadas y las de Catalana de Gas de su otro amigo Massana. Con ello había conseguido más que con todo lo que había ahorrado, o mejor dicho, no gastado manteniendo su apariencia. Ahora, con efectivo en varias monedas, y diversos documentos de varias nacionalidades, desaparecería unos años, tal como le había aconsejado su amigo el embajador. Italia, le habían dicho que tenía preciosas ciudades, y él no sabía ese idioma, eso siempre le gustaba, un nuevo desafío.
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